Los primeros logros de Fernando Cano se dieron en el área de la reportería gráfica, y a pesar de que posteriormente ha incursionado en otros géneros, algunos de ellos de carácter experimental, el artista no ha perdido la facultad de captar de un vistazo el sentido o las implicaciones de una determinada situación, ni tampoco su rápida capacidad de reacción ante circunstancias o escenas que ha considerado dignas de captarse con su cámara.
Cano tampoco ha perdido nunca la conciencia sobre el medio utilizado, razón por la cual en ocasiones ha profundizado, por ejemplo, en las diferencias y similitudes entre la fotografía analógica y digital, como se evidenció en una reciente muestra suya de paisajes. Pero sin duda el rasgo más característico de su fotografía, el acento que ha particularizado de manera más constante su lenguaje fotográfico, es el carácter humanista de sus imágenes, su conciencia de que plasmar momentos reveladores de la experiencia y la condición humanas constituye el más valioso de sus logros.
En Colombia ha habido numerosos fotógrafos que han documentado las circunstancias sociales de campesinos y obreros con el propósito de construir instrumentos de conocimiento, evidencias imparciales de cómo somos y de cuál es la problemática social del país. También ha habido fotógrafos como el maestro Luis B. Ramos que han documentado al campesino resaltando su nobleza y dignidad. Pero las fotografías de Fernando Cano, van más allá de estos propósitos. Si bien sus imágenes también documentan circunstancias de la vida de los campesinos y traslucen su sinceridad y decoro, intentan, además, despertar conciencia sobre su soledad y su abandono, transmitir las sensaciones de tristeza y desesperanza que percibe en sus personajes, a quienes enfoca con una mezcla de afecto y admiración que aflora en sus registros libremente, sin ningún alarde de objetividad.
Con el firme propósito de comunicar sus apreciaciones sobre el tema, el artista comenzó desde los años setenta a registrar momentos del campesinado boyacense haciendo gala, por una parte, de una aguda percepción de las condiciones no muy halagüeñas de su vida así como de su infinita resignación, y por otra parte, de sus amplios conocimientos del medio fotográfico, de su recursividad y de su imaginación para transmitir con sus imágenes los sentimientos que lo han agobiado como observador de este particular grupo social.
Sus fotografías de esta serie que ha denominado Pueblo son, en su gran mayoría, en blanco y negro y dan fe de su proclividad por pronunciados contrastes de luz y sombra, y por imágenes sobrias, limpias, sin demasiados aditamentos que distraigan la atención del tema central. Los muros blancos de bahareque devuelven la luz fuerte del sol proporcionándole a algunas de sus tomas ciertos efectos de contraluz, como la desaparición de los rasgos de los personajes y de que sean solamente sus siluetas las que comuniquen las apreciaciones del fotógrafo. Pero las siluetas son suficientes, sus espaldas encorvadas, su caminar cansado y su enfática soledad se captaron lúcidamente en estos registros.
En las fotografías de esta exposición, como en toda la obra de Cano es patente un gran sentido del equilibrio y una inclinación por composiciones geométricas para las cuales ha contado con la colaboración de la arquitectura, es decir, de puertas, ventanas, columnas, escalones y vértices de esquinas, cuyos lineamientos horizontales o verticales aportan con frecuencia una definida estructura a las imágenes.
Pero más importante que sus aciertos formales, son los aciertos sociales de sus registros. En otras tomas, por ejemplo, Cano ha ajustado su foco y los efectos del tiempo y el sol se reflejan claramente en los rostros dignos, adoloridos, por lo general adustos, pero iluminados algunas pocas veces por una sonrisa, como en la imagen que presenta a cuatro de ellos ante sendos bultos de papa y con una cerveza en la mano, los dos productos alrededor de los cuales giran sus labores y su esparcimiento.
Y como recodando que la fotografía es un medio que puede tratar temas dolorosos o sombríos sin
tener por ello que renunciar a la estética, sus imágenes son de inmediato atrayentes, y captan la atención del observador que no puede menos que volver a mirar para asegurarse de los detalles de esa escena que a primera vista llamó la atención por la contundencia de sus formas y contrastes.
En esta exposición se incluye además una serie, a color, de damas de espaldas, luciendo sus trenzas con una actitud que se adivina orgullosa, y que habla de sus preferencias cromáticas puesto que asoman, por debajo de los sombreros, sobre atuendos de colores intensos. Los sombreros que igualan a hombres y mujeres, así como los pañolones y ruanas expertamente dobladas, son testimonio de su arraigo a las tradiciones, de su predilección por los productos del lugar y de su desentendimiento de los aconteceres de las metrópolis.
Las fotografías de Cano transmiten una gran cantidad de información y de conocimientos acerca de la vida campesina y en ese sentido pueden considerarse como un ensayo sociológico. Pero son además imágenes conmovedoras en las cuales el fotógrafo supo prevenir el ángulo y la distancia apropiados para comunicar, a través del registro de un instante, toda la pesadumbre, todo el drama y todo el estoicismo que percibe en el comportamiento y figura de los campesinos
boyacenses.
No es extraño, entonces, que Fernando Cano haya parangonado esta serie de fotografías con las narraciones de Juan Rulfo en las cuales el campesino mexicano es el protagonista y cuya lectura lo conmovió desde la infancia. Para el fotógrafo, Talpa y Luvina las poblaciones imaginarias de esos cuentos, así como sus habitantes, cobran vida en las pequeñas poblaciones de Boyacá y en sus campesinos, puesto que para ellos también, en las palabras de Rulfo, “el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan y se acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para ellos es una esperanza”.
Eduardo Serrano