Cada colombiano tiene una historia que contar. Cada familia ha sufrido; algunas más que otras. El país se ha visto cruelmente convulsionado durante medio siglo por el violento conflicto que deja 220,000 mil muertos y siete millones de desplazados. Es un hecho que uno de cada cinco colombianos ha huido de su país. No es difícil imaginarse lo diferente que se sentirían los estadounidenses frente a su Guerra contra las Drogas, (sin mencionar su consumo ocasional de cocaína en bares y salas de juntas en todo el país), si supieran que al menos 77 millones de compatriotas se verían forzados al exilio, como consecuencia de ambas obsesiones.
La historia que casi nunca se cuenta es la verdadera historia. En Colombia, hogar de 48 millones de personas, el número real de combatientes en un momento dado, entre militares, guerrilla y paramilitares, nunca superó los 200,000 individuos. La gran mayoría de colombianos eran víctimas inocentes de una guerra alimentada casi exclusivamente por las extraordinarias ganancias sin precedente del narcotráfico, una avalancha de riqueza ilícita que por un momento tuvo a los traficantes procesando dinero como si fuera arroz y pesando sacos de billetes de cien dólares para estimar su valor. Sin el dinero negro, fácilmente gravado, robado o malversado, la lucha de las guerrillas de izquierda se hubiera diluido hace décadas, y las ensangrentadas fuerzas paramilitares no se hubieran conformado. Los carteles surgieron en los barrios y los clubes privados de Cali y Medellín, pero en última instancia la responsabilidad de las agonías de Colombia la tiene, en buena medida, cada persona que alguna vez ha comprado cocaína en la calle, así como cada nación extranjera que ha posibilitado el mercado ilícito al prohibir esta droga sin reducir su consumo de manera más comprometida.