FERNANDO CANO BUSQUETS
EL RETRATO DE UN PAÍS
WADE DAVIS. OCTUBRE 2018
Cada colombiano tiene una historia que contar. Cada familia ha sufrido; algunas más que otras. El país se ha visto cruelmente convulsionado durante medio siglo por el violento conflicto que deja 220,000 mil muertos y siete millones de desplazados. Es un hecho que uno de cada cinco colombianos ha huido de su país. No es difícil imaginarse lo diferente que se sentirían los estadounidenses frente a su Guerra contra las Drogas, (sin mencionar su consumo ocasional de cocaína en bares y salas de juntas en todo el país), si supieran que al menos 77 millones de compatriotas se verían forzados al exilio, como consecuencia de ambas obsesiones.
La historia que casi nunca se cuenta es la verdadera historia. En Colombia, hogar de 48 millones de personas, el número real de combatientes en un momento dado, entre militares, guerrilla y paramilitares, nunca superó los 200,000 individuos. La gran mayoría de colombianos eran víctimas inocentes de una guerra alimentada casi exclusivamente por las extraordinarias ganancias sin precedente del narcotráfico, una avalancha de riqueza ilícita que por un momento tuvo a los traficantes procesando dinero como si fuera arroz y pesando sacos de billetes de cien dólares para estimar su valor. Sin el dinero negro, fácilmente gravado, robado o malversado, la lucha de las guerrillas de izquierda se hubiera diluido hace décadas, y las ensangrentadas fuerzas paramilitares no se hubieran conformado. Los carteles surgieron en los barrios y los clubes privados de Cali y Medellín, pero en última instancia la responsabilidad de las agonías de Colombia la tiene, en buena medida, cada persona que alguna vez ha comprado cocaína en la calle, así como cada nación extranjera que ha posibilitado el mercado ilícito al prohibir esta droga sin reducir su consumo de manera más comprometida.
Colombia, ciertamente, no es un lugar de drogas y violencia. Es una tierra de “colores y cariño”, donde sus habitantes han resistido y se han sobrepuesto a años de conflicto, precisamente por su temperamento, influenciado por un espíritu perenne de lugar, un amor profundo hacia su tierra, que tal vez es la más abundante de este mundo, hábitat de la más maravillosa diversidad ecológica y geográfica del planeta. El hecho de que el país haya mantenido la sociedad civil y la democracia en medio del conflicto, expandido su economía y que haya convertido sus ciudades en lugares más sostenibles, asignando millones de hectáreas a parques nacionales y que estableciera una legislación especial para proteger tantas culturas indígenas, dice mucho sobre la fortaleza y adaptabilidad del pueblo colombiano. Estos hechos progresivos no tienen parangón en otro país del mundo.
Hoy, los colombianos añoran la paz. Aquellos de cierta edad recuerdan una época en la que el país tenía sentido, antes de que los ríos estuvieran plagados de muertos. Aquellos nacidos en el hervidero de la guerra simplemente añoran una oportunidad de vivir sin temor y en una tierra en donde la violencia no nuble su destino. La firma de los tratados de Paz en Cartagena el 26 de septiembre de 2016, le envió a cada país el poderoso mensaje de que aun cuando parezca que el mundo cae por un abismo, Colombia está saliendo de él. Será un largo proceso de reconciliación y reivindicación. Para que el país sane, los colombianos deberán encontrar el camino del perdón, aun mientras honran el recuerdo de sus seres queridos arrancados de sus vidas para siempre y de una manera tan cruel e injusta. La guerra es fácil. La paz será complicada; pero trae consigo un potencial ilimitado. Dos generaciones de colombianos jóvenes obligados a huir del conflicto regresan hoy de Nueva York, Londres, París y Madrid, con capacidades altamente desarrolladas para cualquier tipo de disciplina, llevando así a su país al umbral de un renacimiento económico, cultural e intelectual como nunca se ha visto en Latinoamérica. Dentro del país, millones de personas están, literalmente, en marcha. Algunos desplazados de la violencia van de regreso a casa; otros, casi como peregrinos, emprenden rumbo en busca de trabajos, familias y vidas nuevas. Solo en 2016 alrededor de veinte millones de colombianos viajaron por su país, una cifra que es casi la mitad de la población nacional.
Mientras que hombres y mujeres, de Valledupar a Pasto, de Manizales a Mocoa, de Bucaramanga y Buenaventura a Barrancabermeja, Cali, Medellín y Bogotá se encuentran al fin libres para descubrir su propia tierra natal, el país entero es ahora consciente de que debido al conflicto, amplias zonas de Colombia, aisladas por la guerra durante mucho tiempo, han sido misericordiosamente liberadas de la devastación del desarrollo industrial. Tal vez este sea el verdadero dividendo de la paz: la oportunidad de que el país pueda, con voluntad y consciencia, decidir el destino de su máxima riqueza, la tierra misma, junto con sus bosques, ríos, lagos, montañas y arroyos. Si la Selva baja de Ecuador, para dar un ejemplo, desde 1975 se ha visto profundamente transformada por la explotación de gas y petróleo, por la colonización y deforestación, la amazonía colombiana, por el contrario, sigue siendo un mar de selva virgen del tamaño de Francia, prácticamente libre de carreteras. Las decisiones que hoy se tomen con respecto al destino de las tierras vírgenes de Colombia se verían ampliamente beneficiadas por la sabiduría de los ancianos indígenas y los conocimientos producto de décadas de investigación científica, ambos alimentados por la concientización en la importancia de la diversidad biológica y cultural, que simplemente no existía cuando se determinó el destino de la Selva Baja de Ecuador hace cincuenta años. Pocas veces en la historia se le ha dado a un estado nacional tal oportunidad de imaginar su futuro, y tal indulto de las fuerzas industriales que han devastado tanto en este mundo durante el último medio siglo.
Mientras los colombianos trazan el camino, todo pende de un hilo. Hace algunos meses, a las afueras de Santa Marta, cerca de la desembocadura del río Don Diego, un viejo amigo y venerado anciano Arhuaco, el Mamo Camilo, resumió el desafío: “La paz no importará”, dijo, “si es solo una excusa para que los dos lados del conflicto se unan para continuar una guerra contra la naturaleza. Ha llegado la hora de hacer las paces con todo el mundo natural”.
Alguien que entiende bien estas palabras y mucho más, es Fernando Cano Busquets, fotógrafo de una inmensa compasión y sabiduría. Fernando y yo nos conocimos ese mismo día en las playas de Katansama, justo cuando el Mamo Camilo compartía sus reflexiones; A lo largo de la costa colgaban pendones entre postes que exhibían imágenes de niños Arhauacos, hermosos retratos hechos por Fernando. A nuestro alrededor niños y niñas Arhuacos corrían en la arena, saltaban de alegría, justo como los niños y niñas de las fotografías. No era fácil distinguir los niños que jugaban en la arena de las imágenes capturadas por el lente de un artista cuyo corazón es tan amplio como el cielo lapislázuli que se alzó ese día sobre el resplandeciente Mar Caribe.
Cuando vi el trabajo de Fernando por primera vez aquel día en la playa, y también más adelante en alguno de sus numerosos y bellos libros, sentí inmediatamente la presencia de un amor radiante, una calma casi sagrada que solo está presente en aquellos seres que han sufrido y sobrellevado una pérdida dolorosa. La muerte de un padre amado, una parodia cruel que le rompió el corazón a una nación, pudo haber dejado a un hombre de menor temple, amargado y agobiado por el odio. Fernando logró canalizar su pena al redirigir su eje de vida de escritor a uno de artista que escribe con la luz. En un momento en el que muchos de sus colegas le dieron la espalada al conflicto y se escondieron en enclaves seguros en las ciudades, o escaparon a apartamentos en Nueva York y Londres, Fernando se dispuso a generar el retrato de una nación y un pueblo que se acostumbraba, con cada nuevo día, cada vez más, a la barbarie. Armado solo con su cámara, fue donde quiera que la historia visual lo llevara, y usó la fotografía como antídoto de la oscuridad, celebrando la alegría y la belleza como los cimientos de la redención y la esperanza.
En sus viajes asimiló la filosofía de Alfred Stieglitz, famoso por querer que cada una de sus fotografías evocara en el espectador la misma energía y emociones que él había percibido en el instante de exponer la emulsión a la luz. Ansel Adams expresó una susceptibilidad parecida al describir la cámara como “un instrumento de amor y revelación”. Una buena fotografía, escribió Adams, es la “expresión total, en el sentido más profundo, de lo que uno siente sobre lo que se fotografía y, por consiguiente, es una expresión auténtica de lo que uno siente sobre la vida en general”. Henri Cartier-Bresson buscó el momento decisivo en el que “cabeza, corazón y ojo se alinian perfectamente en un eje del espíritu”.
Tan buen profesor del oficio de la fotografía como practicante, Ansel Adams siempre les aconsejaba a sus protegidos que fueran pacientes, que extrajeran del momento solo aquello que los conmoviera, que anticiparan la respuesta emocional de una fotografía mucho antes de exponer la película a la luz. Les recordaba a todos sus estudiantes que su arte era su vida, pero que su vida solo se vería poderosamente enriquecida si movilizaban el arte hacia el mejoramiento de todos, hacia la justicia, la paz, la protección ambiental de la Tierra.
Así como las asombrosas fotografías de este libro lo demuestran, Fernando Cano Busquets es el heredero espiritual de todos estos maestros. Al igual que Adams, Cano busca y logra encontrar aquel momento perfecto en el que la luz, la pasión y la perspectiva se unen para afirmar la eterna y trascendente belleza de la naturaleza. Al igual que Cartier-Bresson, Cano anticipa aquel instante en el que estos elementos se unen para afirmar, muchas veces en medio del caos y la locura, la eterna dignidad del espíritu humano. Y sin duda el corazón y el espíritu de Fernando están en cada imagen, de manera tal que Stieglitz comprendería y apreciaría.
Para ser un buen fotógrafo se debe escribir con luz y encontrar en el caos de la percepción y experiencia visual un momento perfecto que destile una historia que el mundo debe oír, ver y sentir. No muchos alcanzarán tal destreza, y todavía muchos menos lograrán jamás superar los extraordinarios logros de Fernando como artista, fotógrafo y cronista apasionado de su adorada Colombia. Las fotografías incluidas en este, un libro exquisito, revelan la precisión en su mirada, el alcance de su imaginación, y la magnitud de su corazón y espíritu. Cada imagen hace las veces de plegaria por el bienestar de un pueblo entero y el territorio que lo ha hecho extraordinario.
Por fortuna para nosotros, el viaje de Fernando hasta ahora comienza. No me cabe duda de que permanecerá en los caminos de Colombia por el resto de su vida, siempre en busca de aquella imagen elusiva que condense su búsqueda, convirtiendo así su cámara en el arma definitiva del amor. A la larga, este es su regalo para nosotros.