FERNANDO CANO BUSQUETS
¡ P A Í S !
FERNANDO CANO BUSQUETS, OCTUBRE 2017
“Hoy, ningún fotógrafo puede hacer un alarde de técnica, pues las cámaras automáticas, los lentes de asombrosa nitidez y las rutinas de laboratorio solo necesitan el sentido común de un operario para producir una fotografía ‘técnicamente perfecta’. En otras palabras, se necesita un esfuerzo especial para arruinar una fotografía”.
Esa sentencia fulminante y certera, tan adecuada para estos tiempos en los que todos somos fotógrafos y publicamos nuestras “obras” en las redes sociales, fue en realidad una lección de fotografía que recibí del maestro Hernán Díaz en 1978, cuando le solicité con cierto rubor en el intelecto que escribiera sobre la muestra de los incipientes trabajos que presentaría ese mismo año en la Librería Central, de Bogotá.
Apenas llevaba un par de años sumergido en la fotografía y en el universo mágico del cuarto oscuro, donde había visto aparecer las mejores creaciones de los reporteros gráficos de El Espectador. Allá llegaban con las imágenes que serían la primera página del periódico del día siguiente; allá se presentaban con los rostros y las piruetas de nuestros ídolos del deporte; con los testimonios vivos de las disputas (casi nunca de los acuerdos, qué pesar) de nuestros políticos; allá entraban con las reinas de belleza, con los paisajes, con la miseria o la riqueza, el progreso o la postración, la vida o la muerte de Colombia.
Esa fascinación por la fotografía y por el país que descubría a través de sus ojos, en vez de convertirme en uno de esos autómatas insensibles del laboratorio —como los llamaba el maestro Díaz— hizo más bien que se disparara en mí la necesidad de unirme a ellos para empezar a componer, con imágenes, mi propia “versión de los hechos”.
Luego de criticar con vehemencia esa facilidad con la que el mundo de entonces producía “imágenes superficiales que conducen muy a menudo al desastre creativo”, Hernán Díaz invitaba a los profesionales del medio a abandonar la academia y la uniformidad de la técnica, para darle paso a la creación de fotografías como documentos significativos, expresados en términos simples.
Estoy seguro de que al llamar su escrito “El nacimiento de un fotógrafo”, justificando esa afirmación con el hecho de que mis imágenes eran el “resultado de unos ojos sorprendidos que tendrán mucho para mirar”, el maestro Hernán me estaba dando su bendición para que, a pesar de mi escasa técnica de entonces, siguiera insistiendo en educar el ojo para producir fotografías que fueran mi declaración personal sobre la vida.
Creo que eso he hecho desde entonces y mientras he podido. El maletín con las cámaras, los lentes, los rollos, el flash y el exposímetro se convirtió en un apéndice de mi cuerpo, del cual no me quería separar, así estuviera experimentando con las luces de una vela en la oscuridad de un cuarto, o recorriendo los rincones más perdidos del altiplano cundiboyacense, o caminando a lo largo de las murallas de Cartagena, tratando de encontrar escenas parecidas a las que Abdú Eljaiek, Hernán Díaz y Nereo ya habían convertido en iconos de la fotografía nacional. Con Francisco Carranza, reportero gráfico de El Espectador, solíamos escaparnos por semanas enteras para recorrer las trochas de su tierra, o en los ratos libres, mientras esperábamos la asignación del día, nos sumergíamos en las pocas revistas de fotografía que llegaban a Colombia para descubrir las estrategias, los ángulos y las maneras como los grandes reporteros gráficos del mundo enfrentaban sus misiones periodísticas. En resumen, respirábamos fotografía.
Nací en la cuna de una familia de periodistas que, más que enseñarme el amor por la profesión, me inculcaron la necesidad de ejercerla para buscar el beneficio general de quienes nos permitían informarlos y orientarlos, así como para defender a su sociedad —con la palabra escrita— de aquellos que pretendían destruirlos o someterlos. Y si alguna vez “traicioné” y abandoné la fotografía, fue tan solo para acompañar en la redacción de El Espectador a ese quijote que cabalgaba solo sobre la incomprensión y la sordera de los supuestos líderes nacionales, y luego para intentar remplazarlo, cuando las balas del narcotráfico lo silenciaron.
El Edificio Colombia, ese que también alcanzó a “vigilar” otro amigo sacrificado, y que bien podía ser un periódico, un palacio de justicia, una procuraduría, un ministerio, un departamento, toda una región, fue cayendo en ruinas desde entonces, y allí quedaron perdidos, quizá para siempre, los tesoros más valiosos de una democracia: la libertad de expresión, la justicia, los valores morales, la honestidad, la posibilidad de una convivencia pacífica.
Allí, entre esas ruinas, quedaron también otros objetos menos interesantes, pero que para los efectos de este proyecto en particular habrían podido resultar fundamentales. Salvo algunas excepciones, los negativos de las fotografías que realicé para El Espectador como reportero gráfico se extraviaron entre los vericuetos de un archivo empolvado, y ha sido tan complicado rescatarlos como ahora nos resulta reconstruir el país.
Arrumados en cajitas de cartón y ordenados alfabéticamente, deben reposar en algún lugar los sobres blancos y cuadrados en los que fuimos guardando, de a tres en tres, los episodios de la historia de Colombia en negativos de 35 milímetros. Todo lo visto durante esos años de reportería gráfica, todo aquel acontecer inocente —para calificarlo de alguna manera y para compararlo con la insania y la violencia de lo que vendría después—, duerme al parecer tan solo en el recuerdo vago de su autor, y ahora, que se piensa con calma, lo hacen añorar no tanto las copias en papel de esos testimonios, sino el país distinto y en cierta forma feliz que revelaban.
De los largos años que vinieron posteriormente, cargados de dolor y de sometimiento nacional a la “justicia narcoterrorista”, no poseía imagen alguna. No tanto porque no hubiera sentido la necesidad de fotografiarlos para dar testimonio al mundo de su barbarie y de su locura, sino porque andaba encarcelado en un pequeño corredor exclusivo de la ciudad de Bogotá, en el que solo me permitían circular de la casa al periódico y del periódico a la casa, siempre que fuera acompañado de una escolta de guardaespaldas oficiales. Las batallas de esos años perdidos las dimos con una máquina de escribir.
De tal encierro me quedaron, eso sí, testimonios fotográficos felices y privados, que hablan sobre el nacimiento y crecimiento de unas niñas a las que no he hecho sino desearles un mejor futuro y una vida más afortunada.
Sin embargo, la horrible noche, esa que según el himno nacional “cesó” como por arte de magia en algún momento irreconocible de la historia y del cual no nos da más pistas, continuó por el contrario cubriendo de oscuridad el panorama nacional, y tal como les sucedió a miles de colombianos, nos arrebató familia, trabajo y hogar.
Pero como dicen que dijo Borges, “ser colombiano es un acto de fe”, y ante el panorama incierto que describíamos anteriormente, solo quedaban dos opciones: o declararse ateo y dedicarse a sobrevivir en la amargura, o ponerse a averiguar si aquellas palabras verdaderamente tenían sentido y a qué tipo de colombianos se referían para poder soltar semejante aseveración.
Y ahí fue cuando la fotografía volvió a aparecer, con un vértigo tal, que ahora me mantiene de aquí para allá por las geografías colombianas, recogiendo las imágenes que se me habían escondido por tantos años y aferrándome a ellas como si se me fueran a escapar otra vez.
Lejos de la vanidad y de la egolatría que nublan los aires de las grandes ciudades y la inteligencia de sus moradores, comencé a descubrir a esa nación y a esos habitantes que, a mi juicio, únicamente podían existir como personajes de ficción en el imaginario maravilloso de José Eustasio Rivera o de Gabriel García Márquez.
La vida en esa otra Colombia empezó a aparecérseme de pronto, cuando la niebla terminaba de caminar hacia las cumbres y dejaba ver los frailejones fabricando agua desde su planeta; con la voz ronca de tanta arena del desierto, silbaba unas tonadas indescriptibles por entre los erguidos cactus; me mostraba su piel curtida y arrugada desde las alturas de los Andes y me hipnotizaba como una Patasola para que me perdiera con ella por sus llanuras interminables.
Juro que desde entonces la he visto respirar en las madrugadas, en lo alto de algún cerro milenario del Amazonas, cuando el día se abre por entre las copas del mar verde de sus árboles; doy testimonio de su latido, al contemplar en alguna playa solitaria del Pacífico o del Caribe la llegada de las olas con la espuma fresca de otros mundos. “¡Aquí está!”, grito ahora, navegando por un río cristalino de la Sierra Nevada al que no le han podido impedir que siga derramando su savia en el océano, pese a que le han caído todas las plagas de Egipto juntas.
Sin embargo, no he encontrado nada más parecido a una nación que esas manos tercas que insisten en arar la tierra; esos dedos delicados que entrelazan pequeñas fibras de algodón para crear el universo que esconde una mochila; brazos y manos y dedos que tejen en fique o en cañaflecha, en matambo o en esparto, en chuiquichiqui o en moriche, la verdadera esencia de la colombianidad.
El país es ahora una cocina de leña en la que cualquier mujer de nombre macondiano se ayuda de la ruana para avivar el fuego que calentará la aguadepanela; es una delgada canoa y un pequeño remo que hacen avanzar al pescador y a su atarraya hacia la posibilidad de conseguir un alimento; es un caballo o una mula que baja cosechas al mercado o sube víveres a la vereda para sobrevivir otra semana; es una bicicleta que lleva agua hacia la ranchería o niños a la escuela; es una vela que baila cumbia; es un acordeón que llora vallenatos, unas maracas y un arpa marcando el zapateo del joropo o una marimba que pregona currulaos.
Esta, “la otra” Colombia, como la llaman en forma despectiva desde las ciudades, es dura, generalmente complicada, difícil también, pero a punta de retratar sus incontables rostros he descubierto que, más que todo, es un ser orgulloso y echado para adelante, como sospecho que son los pueblos que se han negado a dejar sucumbir la esperanza. Mis fotografías quieren ser un testimonio de ello.
Así que ahí voy con mi maletín viajero, lleno de mis cámaras y mis lentes, intentando completar este rompecabezas tan fascinante en el que me metió la disciplina de la fotografía. Dejo a los entendidos la facultad de juzgar el valor y la validez del trabajo que aquí presento. Por mi parte, he ido descubriendo poco a poco, lugar tras lugar, pueblo tras pueblo, con una sonrisa interior que me satisface, que este país retratado y recogido en tantas imágenes se está pareciendo cada vez más al país que quiso y defendió mi padre.